La hora del trade-off | Perfil – Perfil


En inglés, que es el idioma que Borges admiraba por la economía de las palabras, se usa el breve término trade-off para describir una operación compleja –propia de economistas e ingenieros–, que solo puede resolverse con lucidez y bajo ciertas condiciones. La traducción al castellano, según el diccionario WordReference, es “sacrificar por” o “intercambiar por”, así como “compensación”, “término medio” o “solución intermedia”. Wikipedia da un ejemplo del tipo de problemas donde se aplica la expresión: cuántas patas de apoyo debía tener el módulo lunar Apolo para ser un instrumento eficaz. Si tenía cinco era seguro, pero demasiado pesado; si tenía tres, era liviano pero riesgoso. Para alcanzar el trade-off se decidió que tuviera cuatro, compensando las dos opciones que se habían diseñado originalmente. El resultado fue satisfactorio, aunque pudo haber sido catastrófico.

Este término, usado para asuntos técnicos puede trasladarse a la política, donde, en muchas ocasiones, las opciones a compatibilizar son la pasión y el poder. El análisis de esta cuestión debe considerar la intención de los líderes. Una cosa es que quieran imponer su doctrina, al costo que fuera; otra es que deseen conservar el cargo. En el caso de un jefe sectario, profundizar el dogma hasta las últimas consecuencias puede reforzar la fe de sus adeptos, que es incondicional. En política suele ocurrir de otro modo: las adhesiones dependen de resultados más o menos inmediatos, aunque empiecen con promesas de fidelidad eterna. Según la experiencia, en casos como la Argentina, que sufre problemas económicos crónicos, el factor material explica, en última instancia, por qué los líderes conservan o pierden el poder.

Si un presidente argentino quiere mantenerlo, sabiendo que hace un siglo que al país no le alcanzan los recursos, debe resolver esta disyuntiva típica: cómo mantener las reglas básicas de la economía capitalista sin anular el reparto de bienes y oportunidades que le aseguren el apoyo de los votantes para ganar la próxima elección. Asumiendo que el problema clave de la economía argentina es el “conflicto distributivo estructural”, Pablo Gerchunoff y Martín Rapetti exponen la cuestión en estos términos: “Nuestro argumento sostiene que el conflicto surge de la inconsistencia entre las aspiraciones económicas arraigadas en la sociedad y las posibilidades productivas de la economía”. Es decir: resultan incompatibles las demandas de bienestar con el nivel de generación de riqueza. En teoría, para aumentar la productividad los gobiernos deben aplicar reglas macroeconómicas estrictas que, al menos por un tiempo, posponen las expectativas de bienestar material.

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¿Se compagina, y si es así por cuánto tiempo, la postergación de la satisfacción con la urgencia de consenso? Los gobiernos manipulan el asunto en lugar de resolverlo. Una prueba sugerente es que en los años no electorales la macroeconomía tiende a mejorar, pero en los electorales esa mejora se diluye. Para flexibilizar el rigor no existen diferencias ideológicas: todos hicieron más o menos lo mismo. Algo, sin embargo, está fallando en esta estrategia. A la última que le sirvió fue a la expresidenta, que con ese recurso –más el carisma de la viudez, hay que decirlo– obtuvo una resonante reelección. El jefe del PRO y Alberto Fernández, de la mano de Massa, repitieron la receta y tuvieron que irse a casa. La inflación desaforada ya no permite el truco. Ahora estamos en una etapa previsible, cualquiera fuera el que ganara las elecciones: un ajuste macro, más o menos severo, para bajarla, induciendo una recesión.

A la luz de estas reflexiones, contemplemos al inefable Javier Milei. Durante la campaña y en los primeros días de su gobierno no existía para él el trade-off. La nave debía alivianarse sí o sí. Tendría tres patas aun a riesgo de que al apoyarse en la Luna volcara. “Motosierra” y “licuación” sin clemencia ni temor a perder popularidad. Un caso típico de la ética de las convicciones, que descarta las consecuencias cuando se trata de imponer lo que considera la verdad. Más religión que política. Hasta que un día nuestro cruzado, entre las diatribas a las que nos tiene acostumbrados, dijo como al pasar, ante un nutrido grupo de empresarios en el CICyP: “Sobrerreaccionamos el equilibrio fiscal, pero ahora podemos empezar a gastar y devolver”.

Cuando expuso este argumento inaudito, que contradice el credo, al que parecía atado como Ulises para no escuchar el canto de las sirenas populistas, ya había autorizado la postergación del aumento de tarifas e intervenido en el mercado de servicios de salud para que las prepagas retrotrajeran el aumento de las cuotas. También había postulado para la Corte Suprema a un representante de la más rancia casta, objetado por presunta corrupción, e impartido instrucciones para negociar todo lo que fuera necesario con el objetivo de aprobar las leyes y paquetes de medidas que el Gobierno puso a consideración del Congreso. En medio de esta pirueta, que por momentos semeja un giro de 180 grados, sostuvo que lo único innegociable es el superávit fiscal. Veremos.

Rasgarse las vestiduras ante estos cambios programáticos, o acusar de oportunista al que los realiza, es desconocer que la política se hace como en Florencia, no como en Atenas. Puede cambiarse el relato sin comprometer el éxito. Hay que preguntarle a Felipe González, que llegó al gobierno prometiendo solemnemente sacar a España de la OTAN y lo primero que hizo, vía un referéndum, fue confirmar la adhesión a ese tratado, sin que la contradicción le impidiera encabezar el ciclo político más exitoso desde la muerte de Franco. Un príncipe siempre tiene razones legítimas para quebrar sus promesas, dice el manual del realismo político.

Probablemente a Milei, que empezó como un fanático, le llegó la hora del trade-off. Entre equilibrio fiscal y crecimiento; entre Hayek y Maquiavelo; entre la idolatría del mercado y las chances de ser reelegido en 2027. Mientras nos distrae con excentricidades, aprende velozmente los requisitos para alunizar con éxito, aunque deba infringir el canon. Compensa a sus fans, de acá y de afuera, diciendo que antes de morir de hambre la gente deberá decidir, y visitando a Bukele, un presidente que fraguó su reelección.

No debe descartarse que este personaje sea un extravagante aprendiz de político; o directamente un impostor, como sospechamos. “La democracia es para la gilada”, dicen que decía Néstor Kirchner en la intimidad. No vaya a ser cosa que al final esa hipocresía se aplique también a la libertad.



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